lunes, 31 de diciembre de 2007

El mundo judío vuelve a la clandestinidad en Amsterdam


Cuando era adolescente, el diario que escribiera Ana Frank, la muchacha judía que junto con su familia vivió varios años ocultándose de los nazis en el trastero de una casa de Amsterdam, era un libro enormemente popular que, sin embargo, reconozco no haber leído. No sé por qué nunca cayó en mis manos, aunque siempre me emocionó la triste historia de Ana y sus compañeros, esa epopeya cotidiana que discurrió entre cuatro paredes. Una vivencia -como se decía por aquél entonces-, que de alguna manera encarna y resume los padecimientos de millones de seres humanos en aquella Europa sumergida en el horror nazi.

Muchos años más tarde nos enteramos de que también en España habían existido personas que tras el triunfo del franquismo en la mal llamada Guerra Civil vivieron escondidos, algunos durante décadas, en refugios similares al que habitó Ana Frank. Al cabo, el mal que la Peste Parda extendió sobre el Viejo Continente no conoció fronteras, y en España se prolongó nada menos que hasta 1975.
Por tanto, al llegar a Amsterdam me pareció ineludible que mi primera visita fuera al museo Ana Frank. Desde que comencé a planificar mi viaje de vuelta al mundo, consideré ésa visita como uno de los hitos principales del programa que me impuse. Así fue como una mañana lluviosa, recién llegado a la ciudad holandesa y antes de la hora en que se abre al público, ya estaba haciendo cola en la entrada de la casa-museo.

Una vez en el vestíbulo de acceso me dejó perplejo el despliegue de seguridad. No esperaba aquello: taquillas con cristales blindados, tipos fornidos revisando bolsos, escanner, arco detector...Ya sé que vivimos tiempos en los que la religión de la seguridad ha invadido hasta los aspectos más nimios de nuestra vida, al menos de la parte que desarrollamos en escenarios públicos, pero mi impresión primera fue que todo aquello resultaba excesivo y quizás incluso gratuito.

La casa de Anna Frank bunkerizada parecía una metáfora de algo que me costaba concretar. Enseguida recordé, sin embargo, cómo cerca de la entrada del museo, acodados de espaldas al canal cercano, cuatro o cinco mozalbetes holandeses observaban entre comentarios y risitas a las personas que formábamos la cola; su aspecto no difería de lo que la prensa española suele llamar pudorosamente "estética neonazi".

Un par de días después intenté visitar el Museo Histórico Judío, situado en el corazón del antiguo Barrio Judío (barrio, que no ghetto) de la ciudad. Tenía su dirección, contrastada en varias guías, así que llegué fácilmente hasta el edificio.... pero allá no había placa que identificara museo ni instalación pública alguna. La puerta permanecía cerrada, no había ningún rótulo con horarios de apertura o cualquier otra información, y en todo el exterior del caserón que supuestamente alberga el museo nada delataba su uso interno. Sólo un cartel fijado sobre la reja que cierra un espacio entre dos alas advertía con contundencia a los potenciales intrusos que allí hay dobermans sueltos.

Opté por marcharme, desilusionado. En una ciudad con la fama de abierta y tolerante que tiene Amsterdam, donde desde hace siglos los judíos han tenido la más plena libertad y gozado de la simpatía popular, la memoria judía parece haberse refugiado de repente en las catacumbas.

Y eso es una mala señal, una muy mala señal, para todos, judíos y no judíos: significa que el clima de intolerancia y racismo –el fascismo, en definitiva- han vuelto a Amsterdam, como en los días en que Ana Frank escribió su diario.

domingo, 2 de diciembre de 2007

La Manila vasca. Breve recorrido por el barrio de Intramuros


Un turista no avisado que pasee por las calles de Intramuros, la vieja ciudad colonial amurallada que fue el epicentro de Manila y de toda Filipinas durante casi quinientos años, se sorprenderá al encontrar varias calles rotuladas con nombres de claras resonancias vascas.

A 12.000 km. de la población vasca más cercana,
Legaspi st (sic), Urdaneta st. y Basco st. recuerdan desde sus placas de identificación el papel importante que muchos hijos de Euskalherria jugaron en la vida de la antigua colonia española. Marineros, frailes, soldados y comerciantes originarios del País Vasco se establecieron en estas tierras lejanas en época del Imperio, cuando se decía que Manila era la ciudad más hermosa y rica de Asia. Muchos de ellos quedaron aquí luego de la independencia filipina, y la guía telefónica local ofrece múltiples ejemplos de apellidos de origen vasco.

Ricardo Larrabeiti relaciona hasta 50 nombres de origen vasco en el callejero de Manila. En Intramuros en concreto, y sin ánimo exhaustivo, anoté los tres nombres a los que me refería antes, pero seguro que un repaso cuidadoso daría muchos más.

Legaspi st.:

Miguel de Legazpi, natural de Zumárraga, fue marino y descubridor destacado. Pasó por México, exploró el Pacífico, y fue el fundador de la ciudad de Manila y primer capitán general de Filipinas (mediados del siglo XVI).

Legaspi st. es una calle trasversal de Intramuros, perpendicular a la calles Real y Anda, nervios centrales de la vieja ciudad amurallada.

Urdaneta st.:

Fray Andrés de Urdaneta nació en Ordizia. Tras una estancia en México llegó a Filipinas, donde colaboró con Legazpi. Marinero y explorador además de fraile, el nombre de Urdaneta se asocia a la ruta seguida durante siglos por el “galeón de Manila”, el barco que una vez al año cubría la ruta entre la capital filipina y la ciudad mexicana de Acapulco.

Urdaneta st. se halla junto a la plaza San Luis. Entre diversos edificios de cierto empaque, en Urdaneta st. destaca un caserón bien restaurado que presenta unos ventanales bellamente enmarcados por maderas pintadas en blanco y gris, un conjunto de inequívoco sabor norteño que hace pensar en que probablemente fuera levantado por algún rico comerciante vasco.

Basco st.:

Basco st. es una callecita próxima a la iglesia de San Agustín, uno de los pocos edificios de Intramuros que conservan lienzos de pared originales y por tanto anteriores a la destrucción casi total de la ciudad durante el asalto norteamericano de 1945.

Por el extremo que da a San Agustín la calleja es prácticamente un barrizal sin urbanizar. En el otro extremo hay un puñado de casitas de una planta, reconvertidas en chabolas por el tiempo y la pobreza. Las personas que las habitan desconocen cúal puede ser el origen del nombre de su calle -que antes se llamaba “Basque” en inglés, y ahora “Basco” en tagalo-, y no saben a qué se refiere.