miércoles, 19 de noviembre de 2008
La Calle Nueva de Manila
jueves, 28 de agosto de 2008
En Santiago de Chile. Visita sentimental al Palacio de la Moneda
La fachada principal del Palacio de
Los edificios ministeriales que le sirven de telón de fondo recuerdan con toda exactitud la arquitectura oficial franquista de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Paredes lisas, sin ninguna clase de concesiones ni adornos, y una multitud de ventanas a modo de celdillas burocráticas. Sin embargo, desde algunas de esas ventanas, media docena de funcionarios mal armados detuvieron durante horas el asalto del ejército golpista al cercano palacio presidencial en aquél lejano 11 de septiembre; sólo cuando los asesinos uniformados colocaron un grupo de prisioneros tendidos en el suelo ante las orugas de un tanque y amenazaron con aplastarlos, aquellos valientes cesaron de disparar y abandonaron la posición.
Hoy no hay mucha gente en la plaza, y la mayoría de quienes circulan por ella visten uniforme y pasan de largo, como si el remozado palacio les trajera sin cuidado, quizá porque que ya lo tienen muy visto. Yo es la primera que estoy en Santiago, así que me quedo mirándolo desde todos los ángulos y haciéndole fotos sin parar. Hay carabineros imponentes un poco por todas partes; no falta mucho para el 11 de Septiembre de 2007, y debe preservarse el orden público.
Entro en el palacio por la puerta principal. El edificio es alargado y bajo, con cuatro cuerpos unidos en ángulo, articulados en torno a un gran patio. Algunas esculturas e instalaciones artísticas de tipo muy moderno –arte contemporáneo- están diseminadas como al azar por toda la amplia explanada interior; el efecto buscado es, obviamente, rebajar la tensión que transmite al visitante la carga histórica y emocional del espacio . El arte moderno aquí presente, banal y colorista, intenta transferir al conjunto arquitectónico un aire de alegría trivial. Obviamente no lo consigue, y el efecto final es desconcertante.
Veo carteles que avisan de que está prohibido subir las escaleras que conducen al primer piso. Con toda inocencia pienso que alguna parte del palacio se podrá visitar, así que tomo hacia la izquierda del patio, donde he visto un portón abierto. Entro en un vestíbulo desnudo, y como no veo ningún cartel que prohíba el paso, tomo una escalera amplia que desciende hacia el subterráneo. Abajo hay una planta amplia, con paneles de separación conformando pasillos y despachos. A mi derecha, una màquina de refrescos ostenta un cartelito en el que se avisa de que quien manda ahí no se hace cargo de su posible mal funcionamiento. ¿Qué diablos es éste sitio?.
Unas voces a mi espalda me obligan a girarme, e inmediatamente veo venir hacia mí a un carabinero enorme, con su uniforme ajustado, sus correajes de cuero y sus botas de montar relucientes. Autoritario pero contenido, me informa de que yo no puedo estar allí. Murmuro una disculpa y echo a andar tras él escaleras arriba hasta salir al patio, donde me abandona sin siquiera volver la cabeza para mirarme. Debo ser tan poca cosa a sus ojos, que en nuestro breve paseo ni se ha dignado controlarme de cerca. Por el camino ensayo mentalmente varias explicaciones acerca de la naturaleza de aquél lugar subterráneo, ninguna de ellas tranquilizadora.
Los escasos visitantes son animados por los carabineros a circular en el menor tiempo posible entre la entrada principal y la salida situada enfrente, al otro lado del patio.
Me voy de
martes, 3 de junio de 2008
Kowloon hasta el mar
No hay en los comercios de Nathan Road nada específicamente chino, salvo su ubicación en esta especie de inmenso mercado abierto al mundo que es Hong Kong. Lo que se vende aquí son productos sino fabricados en Occidente sí al menos creados al gusto occidental. Hong Kong es el paraíso de los juguetes para adultos niños, y en general para todos los fascinados por la cacharrería electrónica, especialmente por cuanto tenga que ver con la informática de avanzada. Los precios no son baratos pero la calidad es excelente, y sobre todo, uno puede comprar aquí lo que probablemente tardará un año en ver en las tiendas de Europa y América.
Recuas de familias provenientes del Golfo Pérsico, convenientemente disfrazados con ropa de turista occidental convencional, pasan por Nathan Road cargados de paquetes. Algunas parejas de ciudadanos británicos muy gastados por el tiempo y el alcohol curiosean relojes de oro en los escaparates, y acaban comprando imitaciones bastante dignas al paquistaní que las vende en la misma puerta de la relojería. En Hong Kong todo el mundo hace negocios, y la frontera entre lo legal y lo ilegal suele ser más fina que un hilo de seda pura.
Caminando calle abajo se llega al cruce con Salisbury Road, escoltado por hoteles con nombres sonoramente lujosos. Casi enfrente del cruce, uno se encuentra con un macro complejo cultural que corta la respiración: museos, teatros, auditóriums. Detrás de los edificios, al otro lado de la bahía, se yerguen los rascacielos que cobijan las grandes marcas comerciales, apiñados como árboles de una selva tupida en la escasa superficie de Hong Kong Island, el corazón desde el que se bombea sangre a todo el sistema financiero del Sudeste Asiático. En esa especie de Vaticano de la religión del dinero, los nombres de los dioses a los que se rinde culto lucen en enormes rótulos publicitarios. Todos tienen resonancias anglosajonas, pero su nervio y su alma son asiáticos cien por cien.
Llovizna. Pasan de un lado a otro de la bahía los ferrys verduzcos, bajo la lluvia fina y como vaporizada. Según horas van atestados de gente, pero a esta hora de la tarde llevan pocos transeúntes a bordo. Kowloon se prepara para la noche. De aquí a poco estallará en colores por todos sus infinitos tubos de neón, porque Kowloon quizá duerma, pero su comercio jamás lo hace.
Dudo entre cenar en un restaurante chino, uno japonés o un indonesio. Gana el japonés, en Cameron Road, no lejos de mi hotel en Chatam Road.
domingo, 20 de abril de 2008
El mercado de Papeete, microcosmos tahitiano
Papeete, la capital de
Todo en Papeete tiene el aspecto de esas pequeñas poblaciones costeras mediterráneas del sur de Francia que tanto gustan a los turistas centroeuropeos y norteamericanos. Edificios bajos, calles estrechas, aceras saturadas, un tráfico endiablado... Como un pueblo de
En el centro teórico de la ciudad está el mercado, un edificio rectangular de dos pisos con estructura de vigas metálicas pintado en blanco y azul cielo, instalado en una especie de plaza conformada sobre un cruce de calles. El mercado de Papeete es un lugar alegre, colorista y lleno de vida, rebosante de olores y sensaciones, en el que impera un orden muy francés que sin embargo convive sin mayores problemas con cierta promiscuidad en las cosas y las personas que es característicamente polinesia. Los puestos de venta se alinean según especialidades, y las frutas, flores y viandas se distribuyen en manchones de colores que festonean el piso inferior del mercado, el que se halla en el nivel de la calle, espacioso y con amplios accesos abiertos a los cuatro puntos cardinales, en tanto el piso superior se organiza en rincones colgados en el aire a los que se llega subiendo escaleras y recorriendo estrechos y oscuros pasillos, entre puestos en los que se vende ropa, abalorios, tallas artesanales y los más insospechados objetos materiales no comestibles.
Acodadas en una pasarela metálica del segundo piso, cuatro muchachas tahitianas observan a la gente que entra al mercado y, sonrientes, se dejan fotografiar por los extranjeros que las vemos suspendidas sobre nuestras cabezas como si fueran reclamos publicitarios. En realidad están allí por el gusto de estar, por charlar, sonreír y ver pasar la gente. Para estas chicas polinesias el tiempo no tiene el mismo valor que para sus vecinos franceses o los visitantes occidentales. El “dolce far niente” que practican con perezosa entrega es un modo particular de vivir y de sentir, ajeno a nuestras prisas y preocupaciones; seguramente tienen asuntos en los que ocuparse, pero saben que éstos pueden esperar otro ratito y que a la postre, es más gratificante sonreír a un desconocido que discutir con tu jefe.
La mañana está avanzada, y algunos puestos empiezan a recoger. Por los pasillos del mercado disminuye el tráfico de maduras y gordas polinesias cargadas con la compra del día, y empiezan a abundar por contra los extranjeros de pantalón corto que caminamos distraídos, seducidos por el festín visual y odorífico. Nunca vi un mercado donde se vendieran tantas clases de flores distintas ni tal variedad de frutas irreconocibles o en variedades débilmente emparentadas con las nuestras.
Este pequeño paraíso umbroso y ventilado es pues como un compendio enciclopédico de cuanto la tierra de Tahití ofrece, que es mucho y bueno. También, un resumen de las razas y tipos humanos que la pueblan o están de paso por ella. Un microcosmos en suma ameno y amistoso, donde el tiempo pasa suavemente.
jueves, 3 de abril de 2008
Entrevista en COM Ràdio
La revista de la Sociedad Geográfica Española publica mi artículo sobre Pascua
lunes, 11 de febrero de 2008
Teotihuacan, la Ciudad de los Muertos
Tuve la fortuna de recorrer Teotihuacan en visita privada, acompañado por dos expertos guías que no sólo me mostraron el lugar, sino que sobre todo me ayudaron a entender su significado. Porque más allá de su impresionante apariencia pétrea Teotihuacan fue un centro espiritual mesoamericano comparable al Vaticano o a La Meca actuales, y también una urbe habitada por decenas de miles de personas.
Teotihuacan se organiza alrededor de un gran y único eje, la Avenida de los Muertos. A ella se asoman las descomunales pirámides del Sol y de la Luna, una serie de grandes plataformas ceremoniales y otros edificios de carácter cívico y religioso. Impresiona el sentido urbanístico con que está trazada la ciudad, y el buscado efecto monumental que sus constructores lograron imprimirle. El ánimo queda en suspenso contemplando las proporciones de las construcciones y la calculada y precisa distribución espacial de todo el conjunto. Nada fue dejado aquí al azar, e incluso parecen haber estado perfectamente previstos y delimitados los espacios que durante las ceremonias que se desarrollaban en la ciudad ocupaban las diferentes castas y clases que componían la sociedad teotihuacana.
En realidad, lo poco que sabemos de este lugar es lo que sobre él nos trasmitieron los aztecas, una información escasamente fiable respecto a sus orígenes reales ya que los aztecas reciclaron Teotihuacan tras adoptarlo como centro ceremonial propio, en un ejercicio de sincretismo religioso semejante al practicado por religiones mejor conocidas por nosotros. Parece que para la civilización azteca, Teotihuacan era el lugar de nacimiento del Quinto Sol, el inicio por tanto de la era que según los antiguos mesoamericanos estamos viviendo y que finalizará con un gran terremoto y el exterminio total de la Humanidad. ¿Quiénes fueron los teotihuacanos, y por qué desaparecieron? No lo sabemos, y acaso no lleguemos a saberlo nunca.