miércoles, 19 de noviembre de 2008

La Calle Nueva de Manila


En mi blog "Aventura en la Tierra he escrito acerca de Donato Navarro Mairal, mi bisabuelo materno, que sirvió como soldado español en la guerra de Independencia de las Filipinas, y fue luego prisionero de los tagalos durante casi año y medio. En alguno de esos posts he hablado de una fotografía en la que aparece mi bisabuelo de uniforme junto a un grupo de compañeros. La foto fue tomada en Fotografía La Paz, un fotoestudio situado entonces en la calle Nueva, número 32, de la ciudad de Manila, concretamente en el barrio de San Nicolás de Binondo, conocido como "Chinatown".

Cuando año y pico antes del viaje de vuelta al mundo que realicé en 2007 comencé a diseñar el itinerario que iba a seguir, ya pensaba recalar en Manila durante unos días. Pero fue precisamente el descubrimiento de la existencia de Donato y de su aventura filipina lo que hizo aumentar mi interés por la ciudad, y enfocar los días que pasé en ella en la visita de los escenarios que un siglo atrás recorriera mi bisabuelo en aquel lugar, situado a 11.000 km de su casa.

Así fue como conocí el barrio de Intramuros, el viejo y hoy casi en ruinas barrio colonial español de Manila. Y también el pintoresco barrio de Binondo, que hoy como en las postrimerías del siglo XIX sigue siendo "el Barrio Chino" de la ciudad, poblado de toda clase de comercios regentados por chinos, aunque en los últimos años se hayan ido levantando en él modernos edificios de oficinas, que han comido espacio a las viejas casas bajas características del barrio. Muchos años antes de la llegada de empresas extranjeras, la Segunda Guerra Mundial y la brutal destrucción de Manila que llevó a cabo el ejército norteamericano de McArthur, dejaron una fuerte huella en Binondo en forma de calles y edificios destruidos.

Sin embargo, la estructura de la trama urbana permanece intacta. Hoy como ayer, la puerta de acceso a Binondo, su vía principal y a la vez eje comercial, sigue siendo la calle Nueva, llamada desde hace algunos años calle de Quintín Paredes. Esta vía nace en el puente de España (Jones Bridge, en el callejero moderno), un airoso ejemplo de arquitectura civil española del siglo XIX, que une la puerta de Isabel II, en Intramuros, con el arranque de la calle Nueva (hoy Quintín Paredes, como decía) de Binondo a través del río Pasig.

Viniendo pues de Jones Bridge, a mano derecha, y contando las manzanas, islas o cuadras de casas, organizadas de diez en diez números, pude situar aproximadamente el número 32, el número que correspondería al edificio de Fotografía la Paz, en el solar donde hoy se levanta un restaurante de comida rápida de una cadena autóctona muy popular en Filipinas. Para ello antes tuve que asegurarme de que aquella calle, Quintín Paredes, era efectivamente la calle Nueva. Aunque mi plano de Manila de 1898 encajaba perfectamente con el callejero moderno de la Manila histórica, me acerqué hasta un edificio oficial que había en una esquina para preguntar si efectivamente se trataba de la misma calle. Junto a la puerta estaba sentado un joven policía charlando con tres o cuatro mujeres mayores, todos sentados en sillitas bajas a la sombra. Le pregunté al policía dónde quedaba la calle Nueva y si ésta correspondía con Quintín Paredes según se deducía de mis planos. Al tipo el nombre de calle Nueva no le decía nada. Cuando comenzaba a pensar que no lograría confirmación verbal, una de las mujeres del grupo, una anciana, metió baza en la conversación y me aseguró que efectivamente, aquella que discurría junto a nosotros era la antigua "Calle Nueva", y que cuando ella era niña, años después de la independencia filipina, la gente adulta aún seguía llamándola así.

Un poco más arriba del chaflán donde conseguí esa para mí valiosa confirmación, un arco de estilo chino y construcción relativamente reciente celebra la amistad chinofilipina. Detrás de él se abre un mundo que resulta extraño e inquietante aún hoy para un occidental viajado; cuánto más para el muchacho que en 1898 caminó esta calle vestido con su uniforme nuevo, para hacerse una fotografía con un grupo de compañeros en un fotoestudio de la calle Nueva.

jueves, 28 de agosto de 2008

En Santiago de Chile. Visita sentimental al Palacio de la Moneda


La fachada principal del Palacio de la Moneda se abre ante una plaza rectangular y dura, la Plaza de la Constitución, rodeada por altos y grisáceos edificios oficiales. En el lado que uno encuentra viniendo desde Morandé hay un pedestal con un busto de Salvador Allende Gossens, presidente de Chile asesinado en el golpe de Estado militar de 1973. La estatua es tan fea como el entorno urbano en el que se encuentra, y tiene un aire postizo y de mal encaje, como si la hubieran dejado allí de modo provisional.

Los edificios ministeriales que le sirven de telón de fondo recuerdan con toda exactitud la arquitectura oficial franquista de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Paredes lisas, sin ninguna clase de concesiones ni adornos, y una multitud de ventanas a modo de celdillas burocráticas. Sin embargo, desde algunas de esas ventanas, media docena de funcionarios mal armados detuvieron durante horas el asalto del ejército golpista al cercano palacio presidencial en aquél lejano 11 de septiembre; sólo cuando los asesinos uniformados colocaron un grupo de prisioneros tendidos en el suelo ante las orugas de un tanque y amenazaron con aplastarlos, aquellos valientes cesaron de disparar y abandonaron la posición.

Hoy no hay mucha gente en la plaza, y la mayoría de quienes circulan por ella visten uniforme y pasan de largo, como si el remozado palacio les trajera sin cuidado, quizá porque que ya lo tienen muy visto. Yo es la primera que estoy en Santiago, así que me quedo mirándolo desde todos los ángulos y haciéndole fotos sin parar. Hay carabineros imponentes un poco por todas partes; no falta mucho para el 11 de Septiembre de 2007, y debe preservarse el orden público.

Entro en el palacio por la puerta principal. El edificio es alargado y bajo, con cuatro cuerpos unidos en ángulo, articulados en torno a un gran patio. Algunas esculturas e instalaciones artísticas de tipo muy moderno –arte contemporáneo- están diseminadas como al azar por toda la amplia explanada interior; el efecto buscado es, obviamente, rebajar la tensión que transmite al visitante la carga histórica y emocional del espacio . El arte moderno aquí presente, banal y colorista, intenta transferir al conjunto arquitectónico un aire de alegría trivial. Obviamente no lo consigue, y el efecto final es desconcertante.

Veo carteles que avisan de que está prohibido subir las escaleras que conducen al primer piso. Con toda inocencia pienso que alguna parte del palacio se podrá visitar, así que tomo hacia la izquierda del patio, donde he visto un portón abierto. Entro en un vestíbulo desnudo, y como no veo ningún cartel que prohíba el paso, tomo una escalera amplia que desciende hacia el subterráneo. Abajo hay una planta amplia, con paneles de separación conformando pasillos y despachos. A mi derecha, una màquina de refrescos ostenta un cartelito en el que se avisa de que quien manda ahí no se hace cargo de su posible mal funcionamiento. ¿Qué diablos es éste sitio?.

Unas voces a mi espalda me obligan a girarme, e inmediatamente veo venir hacia mí a un carabinero enorme, con su uniforme ajustado, sus correajes de cuero y sus botas de montar relucientes. Autoritario pero contenido, me informa de que yo no puedo estar allí. Murmuro una disculpa y echo a andar tras él escaleras arriba hasta salir al patio, donde me abandona sin siquiera volver la cabeza para mirarme. Debo ser tan poca cosa a sus ojos, que en nuestro breve paseo ni se ha dignado controlarme de cerca. Por el camino ensayo mentalmente varias explicaciones acerca de la naturaleza de aquél lugar subterráneo, ninguna de ellas tranquilizadora.

Los escasos visitantes son animados por los carabineros a circular en el menor tiempo posible entre la entrada principal y la salida situada enfrente, al otro lado del patio.

Me voy de la Moneda con la idea de que Allende está muerto con toda seguridad, pero con muchas dudas acerca de que Pinochet lo esté realmente.

martes, 3 de junio de 2008

Kowloon hasta el mar


Nathan Road es una larga calle comercial que atraviesa Kowloon como un tajo. Toda ella está sembrada de tiendas de artículos caros, singularmente relojerías de lujo, dispuestas una a continuación de otra. Casi en el cruce entre Nathan Road y Cameron Road está la Gran Mezquita de Hong Kong, frecuentada al atardecer por una turbamulta de musulmanes chinos. A a su espalda, el Parque de Kowloon, un típico jardín chino con lago, pajarera y pabellones por donde pasear y reposar aislado del bullicio incesante que sacude la ciudad de día y de noche.

No hay en los comercios de Nathan Road nada específicamente chino, salvo su ubicación en esta especie de inmenso mercado abierto al mundo que es Hong Kong. Lo que se vende aquí son productos sino fabricados en Occidente sí al menos creados al gusto occidental. Hong Kong es el paraíso de los juguetes para adultos niños, y en general para todos los fascinados por la cacharrería electrónica, especialmente por cuanto tenga que ver con la informática de avanzada. Los precios no son baratos pero la calidad es excelente, y sobre todo, uno puede comprar aquí lo que probablemente tardará un año en ver en las tiendas de Europa y América.

Recuas de familias provenientes del Golfo Pérsico, convenientemente disfrazados con ropa de turista occidental convencional, pasan por Nathan Road cargados de paquetes. Algunas parejas de ciudadanos británicos muy gastados por el tiempo y el alcohol curiosean relojes de oro en los escaparates, y acaban comprando imitaciones bastante dignas al paquistaní que las vende en la misma puerta de la relojería. En Hong Kong todo el mundo hace negocios, y la frontera entre lo legal y lo ilegal suele ser más fina que un hilo de seda pura.

Caminando calle abajo se llega al cruce con Salisbury Road, escoltado por hoteles con nombres sonoramente lujosos. Casi enfrente del cruce, uno se encuentra con un macro complejo cultural que corta la respiración: museos, teatros, auditóriums. Detrás de los edificios, al otro lado de la bahía, se yerguen los rascacielos que cobijan las grandes marcas comerciales, apiñados como árboles de una selva tupida en la escasa superficie de Hong Kong Island, el corazón desde el que se bombea sangre a todo el sistema financiero del Sudeste Asiático. En esa especie de Vaticano de la religión del dinero, los nombres de los dioses a los que se rinde culto lucen en enormes rótulos publicitarios. Todos tienen resonancias anglosajonas, pero su nervio y su alma son asiáticos cien por cien.

Llovizna. Pasan de un lado a otro de la bahía los ferrys verduzcos, bajo la lluvia fina y como vaporizada. Según horas van atestados de gente, pero a esta hora de la tarde llevan pocos transeúntes a bordo. Kowloon se prepara para la noche. De aquí a poco estallará en colores por todos sus infinitos tubos de neón, porque Kowloon quizá duerma, pero su comercio jamás lo hace.

Dudo entre cenar en un restaurante chino, uno japonés o un indonesio. Gana el japonés, en Cameron Road, no lejos de mi hotel en Chatam Road.

domingo, 20 de abril de 2008

El mercado de Papeete, microcosmos tahitiano



Papeete, la capital de la Polinesia Francesa es una ciudad pequeña y provinciana, arrimada al mar como una cinta larga y estrecha. Un paseo marítimo ancho y extenso la separa del puerto y ejerce como verdadera calle mayor de la población, si bien gran parte de los edificios principales quedan un poco a trasmano de esa arteria central.

Todo en Papeete tiene el aspecto de esas pequeñas poblaciones costeras mediterráneas del sur de Francia que tanto gustan a los turistas centroeuropeos y norteamericanos. Edificios bajos, calles estrechas, aceras saturadas, un tráfico endiablado... Como un pueblo de la Costa Azul que viviera un verano perpetuo sumergido en el calor y la humedad, Papeete invita a caminar con pausa, a buscar las sombras y a entrar en los muchos comercios climatizados que uno encuentra en su camino.

En el centro teórico de la ciudad está el mercado, un edificio rectangular de dos pisos con estructura de vigas metálicas pintado en blanco y azul cielo, instalado en una especie de plaza conformada sobre un cruce de calles. El mercado de Papeete es un lugar alegre, colorista y lleno de vida, rebosante de olores y sensaciones, en el que impera un orden muy francés que sin embargo convive sin mayores problemas con cierta promiscuidad en las cosas y las personas que es característicamente polinesia. Los puestos de venta se alinean según especialidades, y las frutas, flores y viandas se distribuyen en manchones de colores que festonean el piso inferior del mercado, el que se halla en el nivel de la calle, espacioso y con amplios accesos abiertos a los cuatro puntos cardinales, en tanto el piso superior se organiza en rincones colgados en el aire a los que se llega subiendo escaleras y recorriendo estrechos y oscuros pasillos, entre puestos en los que se vende ropa, abalorios, tallas artesanales y los más insospechados objetos materiales no comestibles.

Acodadas en una pasarela metálica del segundo piso, cuatro muchachas tahitianas observan a la gente que entra al mercado y, sonrientes, se dejan fotografiar por los extranjeros que las vemos suspendidas sobre nuestras cabezas como si fueran reclamos publicitarios. En realidad están allí por el gusto de estar, por charlar, sonreír y ver pasar la gente. Para estas chicas polinesias el tiempo no tiene el mismo valor que para sus vecinos franceses o los visitantes occidentales. El “dolce far niente” que practican con perezosa entrega es un modo particular de vivir y de sentir, ajeno a nuestras prisas y preocupaciones; seguramente tienen asuntos en los que ocuparse, pero saben que éstos pueden esperar otro ratito y que a la postre, es más gratificante sonreír a un desconocido que discutir con tu jefe.

La mañana está avanzada, y algunos puestos empiezan a recoger. Por los pasillos del mercado disminuye el tráfico de maduras y gordas polinesias cargadas con la compra del día, y empiezan a abundar por contra los extranjeros de pantalón corto que caminamos distraídos, seducidos por el festín visual y odorífico. Nunca vi un mercado donde se vendieran tantas clases de flores distintas ni tal variedad de frutas irreconocibles o en variedades débilmente emparentadas con las nuestras.

Este pequeño paraíso umbroso y ventilado es pues como un compendio enciclopédico de cuanto la tierra de Tahití ofrece, que es mucho y bueno. También, un resumen de las razas y tipos humanos que la pueblan o están de paso por ella. Un microcosmos en suma ameno y amistoso, donde el tiempo pasa suavemente.

jueves, 3 de abril de 2008

Entrevista en COM Ràdio


El domingo día 23 de marzo pasado, se emitió en el programa "Geografies" de COM Ràdio la entrevista que grabamos una semana antes, en torno a mi viaje de vuelta al mundo realizado en septiembre de 2007, haciendo especial hincapié en mi estancia en Manila y en mi búsqueda de información allí para la biografía que estoy preparando sobre Donato Navarro Mairal, mi bisabuelo materno.

La entrevista duró alrededor de media hora, aproximadamente la mitad del tiempo de la emisión.

Una vez más quiero dar las gracias a Joan Catà, presentador del programa, y a Ramon Aymerich, productor, por su gentileza al invitarme de nuevo a "Geografies".

La grabación puede oírse o descargarse en formato MP3 en la web de descargas de "Geografies"

La revista de la Sociedad Geográfica Española publica mi artículo sobre Pascua


El número 29 de la revista de la Sociedad Geográfica Española (SGE), correspondiente al segundo cuatrimestre de 2008, publica el artículo sobre la isla de Pascua que originalmente presenté dividido en dos post en este CUADERNO DE MI PRIMERA VUELTA AL MUNDO.

Bajo el título "La isla de Pascua en el siglo XXI", el artículo ocupa diez páginas de la revista y presenta siete de las fotos que hice durante mi paso por Pascua en septiembre de 2007, en el curso de mi primera vuelta al mundo, y se ha enriquecido con dibujos antiguos de moais y otros elementos pascuenses. La revista puede encontrarse en librerías especializadas, como Altair (Gran Via, 616, entre Balmes i Rambla de Catalunya), o bien solicitarse en la web de la propia SGE.

lunes, 11 de febrero de 2008

Teotihuacan, la Ciudad de los Muertos


A unas decenas de kilómetros de Ciudad de México se encuentran los restos de la misteriosa ciudad monumental de Teotihuacan, que en la época en la que los aztecas eran una civilización en el cénit de su poder ya era un antiguo lugar de culto heredado de una civilización anterior desaparecida.

Tuve la fortuna de recorrer Teotihuacan en visita privada, acompañado por dos expertos guías que no sólo me mostraron el lugar, sino que sobre todo me ayudaron a entender su significado. Porque más allá de su impresionante apariencia pétrea Teotihuacan fue un centro espiritual mesoamericano comparable al Vaticano o a La Meca actuales, y también una urbe habitada por decenas de miles de personas.

Teotihuacan se organiza alrededor de un gran y único eje, la Avenida de los Muertos. A ella se asoman las descomunales pirámides del Sol y de la Luna, una serie de grandes plataformas ceremoniales y otros edificios de carácter cívico y religioso. Impresiona el sentido urbanístico con que está trazada la ciudad, y el buscado efecto monumental que sus constructores lograron imprimirle. El ánimo queda en suspenso contemplando las proporciones de las construcciones y la calculada y precisa distribución espacial de todo el conjunto. Nada fue dejado aquí al azar, e incluso parecen haber estado perfectamente previstos y delimitados los espacios que durante las ceremonias que se desarrollaban en la ciudad ocupaban las diferentes castas y clases que componían la sociedad teotihuacana.

En realidad, lo poco que sabemos de este lugar es lo que sobre él nos trasmitieron los aztecas, una información escasamente fiable respecto a sus orígenes reales ya que los aztecas reciclaron Teotihuacan tras adoptarlo como centro ceremonial propio, en un ejercicio de sincretismo religioso semejante al practicado por religiones mejor conocidas por nosotros. Parece que para la civilización azteca, Teotihuacan era el lugar de nacimiento del Quinto Sol, el inicio por tanto de la era que según los antiguos mesoamericanos estamos viviendo y que finalizará con un gran terremoto y el exterminio total de la Humanidad. ¿Quiénes fueron los teotihuacanos, y por qué desaparecieron? No lo sabemos, y acaso no lleguemos a saberlo nunca.