martes, 3 de junio de 2008

Kowloon hasta el mar


Nathan Road es una larga calle comercial que atraviesa Kowloon como un tajo. Toda ella está sembrada de tiendas de artículos caros, singularmente relojerías de lujo, dispuestas una a continuación de otra. Casi en el cruce entre Nathan Road y Cameron Road está la Gran Mezquita de Hong Kong, frecuentada al atardecer por una turbamulta de musulmanes chinos. A a su espalda, el Parque de Kowloon, un típico jardín chino con lago, pajarera y pabellones por donde pasear y reposar aislado del bullicio incesante que sacude la ciudad de día y de noche.

No hay en los comercios de Nathan Road nada específicamente chino, salvo su ubicación en esta especie de inmenso mercado abierto al mundo que es Hong Kong. Lo que se vende aquí son productos sino fabricados en Occidente sí al menos creados al gusto occidental. Hong Kong es el paraíso de los juguetes para adultos niños, y en general para todos los fascinados por la cacharrería electrónica, especialmente por cuanto tenga que ver con la informática de avanzada. Los precios no son baratos pero la calidad es excelente, y sobre todo, uno puede comprar aquí lo que probablemente tardará un año en ver en las tiendas de Europa y América.

Recuas de familias provenientes del Golfo Pérsico, convenientemente disfrazados con ropa de turista occidental convencional, pasan por Nathan Road cargados de paquetes. Algunas parejas de ciudadanos británicos muy gastados por el tiempo y el alcohol curiosean relojes de oro en los escaparates, y acaban comprando imitaciones bastante dignas al paquistaní que las vende en la misma puerta de la relojería. En Hong Kong todo el mundo hace negocios, y la frontera entre lo legal y lo ilegal suele ser más fina que un hilo de seda pura.

Caminando calle abajo se llega al cruce con Salisbury Road, escoltado por hoteles con nombres sonoramente lujosos. Casi enfrente del cruce, uno se encuentra con un macro complejo cultural que corta la respiración: museos, teatros, auditóriums. Detrás de los edificios, al otro lado de la bahía, se yerguen los rascacielos que cobijan las grandes marcas comerciales, apiñados como árboles de una selva tupida en la escasa superficie de Hong Kong Island, el corazón desde el que se bombea sangre a todo el sistema financiero del Sudeste Asiático. En esa especie de Vaticano de la religión del dinero, los nombres de los dioses a los que se rinde culto lucen en enormes rótulos publicitarios. Todos tienen resonancias anglosajonas, pero su nervio y su alma son asiáticos cien por cien.

Llovizna. Pasan de un lado a otro de la bahía los ferrys verduzcos, bajo la lluvia fina y como vaporizada. Según horas van atestados de gente, pero a esta hora de la tarde llevan pocos transeúntes a bordo. Kowloon se prepara para la noche. De aquí a poco estallará en colores por todos sus infinitos tubos de neón, porque Kowloon quizá duerma, pero su comercio jamás lo hace.

Dudo entre cenar en un restaurante chino, uno japonés o un indonesio. Gana el japonés, en Cameron Road, no lejos de mi hotel en Chatam Road.